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viernes, 13 de mayo de 2011

Esta mañana, camino de Aguamarga, la luz fosca aparecía y se alejaba detrás de un cielo casi ciego. La tierra, sin embargo, mostraba complaciente la exhuberancia de los espartales, un verdor inusitado sólo roto por la blancura de las paredes de cal de viejas construcciones, algunas casas de labor con sus aljibes. Tierra generosa que siempre entrega más de lo que recibe. Todo lo que veían mis ojos parecía dormido. Enseguida apareció la boca del mar, un mar teñido, turbio, por falta de luz. Ni siquiera las primeras casas del pueblo, alegremente vestidas de verano, consiguieron cambiar la cara de este día. Fui a Aguamarga pensando en aquellos días, cuando hubiera dado por vivir lejos de la ciudad todo lo que tenía. Hoy, sé que este lugar no me recuerda.    

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