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viernes, 17 de junio de 2011

Cada tarde, cuando el sol decae, salgo al rellano de la escalera donde me espera una vieja areca. Estuvo en la casa algunos años,  hasta que las hojas cerraban el paso y tuvimos que cambiarla de sitio. Lleva más de tres lustros con nosotros, y nos conoce bien. En este tiempo ha sufrido olvidos y penas, descuidos en el riego, en la mirada que necesita, y no reclama.  Pero ella resiste. Me sorprende su valor, su entereza. Cuando el agua pasa por sus hojas sé que lo agradece. Sus varas nuevas enfilan el aire como espadas. Me veo en ella cada tarde, encarada hacia la luz, con sus tallos nuevos, aún débiles, y las viejas hojas más necesitadas esperando que uno de nosotros se acerque, aunque sólo sea por piedad.

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