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jueves, 4 de abril de 2013



Cumplo con mis obligaciones en este mes de abril, tan despiadado y cruel como aquel otro en el que las lilas desfallecen  en la tierra negra del jardín. No ha sido nunca justo el tiempo .  Llueve irremediablemente desde hace meses en el  noroeste, y la tierra anegada pide una tregua. La misma que necesitan los hombres. Aquí, más al sur, los días racheados se deshacen con sus nublos , perdidos, desorientados . Suelo mirar los cielos a menudo. A veces descubro entre las ramas alargadas de los álamos blancos,  o sobre la torre ordenada de la araucaria , una hoja nueva que alumbra la resurrección. Dispongo, entonces, la mirada hacia esas alturas que guardan nuestras sombras,  y  dejan fría la tierra del jardín, tan fría que nada puede crecer bajo su manto. Me digo, entonces, que en unos días, cuando el sol abrase los muros del jardín, y queme la cal mis ojos, echaré de menos esta noche y el aire y la destemplanza que deposita en mis huesos tanta adversidad. Y que la vida es eso, un alocado discurrir contra las inclemencias y las insatisfacciones.

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