Cumplo con mis obligaciones en este mes de abril, tan
despiadado y cruel como aquel otro en el
que las lilas desfallecen en la tierra
negra del jardín. No ha sido nunca justo el tiempo . Llueve irremediablemente desde hace meses en
el noroeste, y la tierra anegada pide
una tregua. La misma que necesitan los hombres. Aquí, más al sur, los días
racheados se deshacen con sus nublos , perdidos, desorientados . Suelo mirar
los cielos a menudo. A veces descubro entre las ramas alargadas de los álamos
blancos, o sobre la torre ordenada de la
araucaria , una hoja nueva que alumbra la resurrección. Dispongo, entonces, la
mirada hacia esas alturas que guardan nuestras sombras, y dejan
fría la tierra del jardín, tan fría que nada puede crecer bajo su manto. Me
digo, entonces, que en unos días, cuando el sol abrase los muros del jardín, y queme
la cal mis ojos, echaré de menos esta noche y el aire y la destemplanza que
deposita en mis huesos tanta adversidad. Y que la vida es eso, un alocado discurrir
contra las inclemencias y las insatisfacciones.
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