Todos los refugios que he ido construyendo, los de piedra, levantados con voluntad y esfuerzo, con renuncia y aceptación, con silencio y miedo, y aquellos otros que creía indelebles, más sutiles y duraderos, los de la palabra, prometedores de amparo y caricia, con los años cada vez más decaídos, derrumbándose a cada ráfaga de viento que hoy acude y zarandea mi cuerpo, o esa rama que se agarra desesperada entre el cañizo. Quien sufre la embestida y cierra los ojos esperando que pase el viento vive siempre temeroso. La palabra, entonces, se alimenta en una tierra estéril, en una tierra quemada por el duelo.
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