Moreno Villa sitúa unas tijeras y dos ovillos cerca
del río que recorre el cuadro, una línea quebradiza difícil de contener en su
descenso. La montaña acumula inviernos, sucesivas edades como finas capas de
sedimentos que se olvidan. Cada deshielo deja la piel deshabitada. Luego la
enfermedad trabaja, día y noche, despojando la tierra, arrancando la raíz del paisaje,
tan extraño como un lecho que no deja
conciliar el sueño. No oigo
la música del horizonte. No hay nadie. Sólo el tiempo, y aquello que lo niega,
la corteza desvaída, el balbuceo de alguien que no recuerda. Que ya no vive.
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