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jueves, 26 de abril de 2012




Moreno Villa sitúa unas tijeras y dos ovillos cerca del río que recorre el cuadro, una línea quebradiza difícil de contener en su descenso. La montaña acumula inviernos, sucesivas edades como finas capas de sedimentos que se olvidan. Cada deshielo deja la piel  deshabitada. Luego la enfermedad trabaja, día y noche, despojando la tierra, arrancando la raíz del paisaje, tan extraño  como un lecho que no deja conciliar el sueño.  No oigo la música del horizonte. No hay nadie. Sólo el tiempo, y aquello que lo niega, la corteza desvaída, el balbuceo de alguien que no recuerda. Que ya no vive.

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