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jueves, 18 de agosto de 2011


La literatura tiene algo de liturgia: aspira a convertir lo normal y corriente en memorable. Cuánta verdad encierran las palabras con las que Justo Navarro acostumbra a nombrar las cosas, a hilvanar sus pensamientos, sin ánimo ninguno de imponernos su punto de vista, pues ya previamente ha adquirido la suficiente distancia frente a la realidad o la ficción que quiere trasmitirle al lector. Visitamos Guimaraes hace más de una semana, una ciudad relativamente cercana a la frontera española. En poco más de una hora llegamos desde las tierras orensanas, que en su día pertenecieron al reino galaico-portugués, a una pequeña ciudad cuyo encanto reside en su belleza, una belleza serena, pausada, que no pretende nunca impactar al visitante, sino trasmitirle la impresión de que una ciudad puede ser también el lugar adecuado para vivir, para fortalecer su anhelo de estudio y conocimiento, de recogimiento y al mismo tiempo de vida social.   
Y esa belleza el visitante no deberá buscarla en los museos, que los hay y muy interesantes como el  Alberto Sampaio,  sino en el paseo sosegado y curioso por calles y plazas, dejándose llevar por el ritmo de la vida diaria, que es la que verdaderamente hace que una ciudad sea o no habitable. Guimaraes guarda la esencia de una verdad que difícilmente se compra o se vende, y por eso resulta entrañable recorrer sus viejas callejuelas en busca de un lugar en el que pudiéramos pensar que ser feliz es aún posible, quizás como en la literatura, ese refugio donde la memoria permanece fiel al sueño de la felicidad.


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