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sábado, 2 de julio de 2011

Hay lugares para vivir , y lugares extremos donde a la vida se le pide esfuerzos demasiado costosos, y casi siempre inútiles para hacerla más grata. No recordaba los veranos vividos en Sevilla, ni el calor que obliga a recluirse, a pertrecharse de la mejor manera posible en casa, buscando alguna corriente de aire o la sombra de un patio, cuando no se dispone de aire climatizado, ese aire que la electricidad muta en falso viento de diciembre, y al que uno se acostumbra con facilidad. De estos días pasados en Sevilla quedan sólo algunas imágenes de la ciudad, y sobre todo las exposiciones de José Miguel Pereñíguez en la galería Rafael Ortiz , y  Juan Francisco Isidro en la sala de Santa Inés. Ha sido una sorpresa descubrir a este último artista que de no haber fallecido tan prematuramente, con apenas 32 años, hubiera realizado una obra importantísima, a juzgar por los cuadros seleccionados en esta exposición, en esas  piezas en las que la fotografía le permite investigar sobre el tiempo como la suma de esos instantes falsamente idénticos, y fundamentalmente en sus últimos trabajos sobre madera, donde espíritu y materia convergen en ese camino del arte, en la fundación de un espacio mítico.  Por cierto  el colegio de arquitectos de Almería organizó una exposición póstuma de Isidro, en el año 1994. De los dibujos de Pereñíguez, lápices y grafitos, queda la huella de un artista con un imaginario que indaga en el misterio de la muerte, a través de objetos que él mismo construye, como paso previo para poder más tarde dibujarlos. Pequeñas piezas, brocales que esconden y al mismo tiempo desvelan el abismo,  cajas o urnas funerarias, construcciones levantadas como túmulos, todo un espacio que representa el espacio de la memoria, en un mundo como el nuestro donde ya no queremos que quede memoria de la muerte.  
 
Juan Francisco Isidro

José Miguel Pereníguez






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