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jueves, 28 de abril de 2011


La otra tarde, Sergio Arévalo se fijó en una réplica en miniatura del dragón, mientras humeaba en su taza el té. Le dije que era un recuerdo del Parque Güell, regalo de mi hermana. Pocas cosas son las que me unen a esa ciudad, y es extraño. Con apenas cuatro años, todos los días, miraba las monedas arrojadas en el estanque, acariciaba las garras del dragón, tocaba sus ojos y la boca abierta, antes de cruzar el portón de hierro hacia las clases. De esos años quedan algunas fotografías de familia. A pocos metros, y ya dentro del laberinto de las columnas , se nos ve a todos un domingo de ramos con la ilusión de una vida que comienza. Mis padres muy jóvenes aún, de pie, sobre el pretil de azulejos blancos, bajo una bóveda llena de luz. O más arriba en la replaceta, donde la gente iba a merendar , mientras los niños daban vueltas y vueltas en unas bicicletas de alquiler, y veíamos la ciudad, igualmente joven, extendiéndose desde la colina hasta el mar, entre una algarabía de voces y manos señalando un lugar, allí, donde los sueños de uno encuentran un refugio para vivir.



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