Lo que era por la
mañana un muro blanco y al otro lado el azul del cielo, sin ninguna mancha ni
siquiera la de esos cúmulos de nubes que a veces pasan veloces sobre este lado de
la tierra, cerca del cabo, es ahora una piel deshilachada, castigada por el
aire que llega de poniente, y zarandea lo que encuentra a su paso. Los días se
parecen tanto como cada falsa rasilla que forma este muro. El jueves, casi de
madrugada, llegaba mi hija de Puerto Vallarta. Traía en sus pies las púas de los
erizos mexicanos, y el recuerdo de los grandes murales de Diego Rivera, el de los grabados de Guadalupe Posada, y los
paseos por las calles de la vieja Guanajuato y la antigua
Guadalajara. Días vividos en un país que siempre será ayer, y mañana. Ella dibuja ahora sobre el muro esos sueños.
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