La tarde sigue siendo tozudamente húmeda, a
pesar del viento que trae y lleva sin rumbo esos mínúsculos grumos blancos, tan
blandos y dóciles como indefensos. No quiere la lluvia deshacerse de este aire
caliente que como miel derramada se queda dentro de los poros, y obstruye la
respiración. Por eso sudan también los árboles necesitados de alguna
misericordia. No quiere la lluvia traer el descanso, una paz merecida después
de haber atravesado el desierto, durante más de 40 días. Viajan esas nubes sin
cumplir su promesa, a trompicones, de un cielo sumiso a un lugar sin nombre.
Aquí bajo la arboladura de hierro la ausencia del pájaro delata una tarde larga,
las cicatrices que el sol va cincelando en el ojo.
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