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martes, 24 de enero de 2012

Hay días que el óxido corroe el metal como una enfermedad inevitable. Avanza sin pausa, y sin freno, deshaciendo más allá de la superficie lo que de verdad es el centro de la materia, no la carne sino el aliento que hace que un cuerpo sea más que un cuerpo. La derrota es una manera de reconocer que ese trozo de metal está, más que herido, inservible. Su esqueleto no resistirá la embestida del viento, la tarea que tras la caída el hombre se propone siempre.  Miro el rastro que va dejando el óxido, las señales que todos ignoran porque oculto el daño. Y aunque limpie la piel no siento la pureza.

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