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jueves, 8 de diciembre de 2011

No creo que sufra el Mal de Montano. Mi memoria es pobre como los frutos que crecen en la sombra o en una tierra baldía. Por eso no sufro, no tengo obsesiones que deriven hacia esta o aquella cita de un libro elegido. Creo que el destino reparte vicios y virtudes, enfermedades y belleza con un algoritmo que desconozco. Y sin embargo, a veces, responde a criterios no muy injustos. Al menos, eso pienso cuando las cosas no van mal del todo. Pero sí creo que padezco otro mal. No sé cómo llamarlo. El mal de los Secos. Pobre nombre para esta dolencia que lentamente va deshaciendo la estima que uno tiene de lo divino, la esperanza que termina convirtiéndose en decepción, y en fracaso, cuando pasan los días y nada ni nadie acude para ayudarnos a salir del silencio, una llaga que crece en los labios y se extiende por el cuerpo. El silencio que nos consume y nos angosta como si fuéramos ramas que viven de espaldas, llenas de frío, o  ramas sedientas, sin el alimento necesario para dejar que crezca algún fruto. Aunque su carne sólo pueda ser áspera y desabrida.      

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