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martes, 13 de diciembre de 2011

El mal de Montano.

Vila-Matas es un narrador que teje los hilos de sus historias sabiendo que el lector es mucho más que un simple trofeo, una presa atrapada, inmovilizada, en la trama que la palabra va urdiendo.
Ni una fina rebaba sale de sus labios cuando la historia avanza y nos lleva de un lugar a otro. La elasticidad del verbo reduce la distancia entre una rama y el acantilado, una falla profunda que parecía insalvable. De la planicie de Chile a la libresca Nantes, de una Barcelona tan soñadora como las gentes que retrató aquel viejo fotógrafo de la Plaza Rovira, a una isla de las Azores, no habitada, poseída por la naturaleza. Y en cada uno de esos lugares el hallazgo que justifica la peregrinación, la pieza clave que encaja en el puzzle de la historia.
Su palabra tiene una música de tonos medios, ajustados, equilibrados, como un prisma abierto que deja pasar la luz, pero sólo la que requiere el tempo de la narración. Su inteligencia es el abrigo que necesita la historia para que llegue a ser humana, humanamente creíble, algo que a la postre la hace más real que la realidad misma.
Y todo ello dejando entrever los fondos donde se cobija el fervor, un fervor semioculto, hostigado por el escepticismo de nuestra mirada ya resabiada, que desoye los cantos.
Vila-Matas, es el creador atrapado en las redes de la literatura, en esas redes que él hace suyas y en las que es un buen enfermo, aquel que paradójicamente solo puede salvarse con su propio veneno, con el antídoto de la escritura.

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