Las acacias fueron
durante mucho tiempo sólo el nombre de una calle. Una calle pequeña con casas
de planta baja, algunas con su terrado, o una aún más pequeña vivienda
retranqueada en la planta de arriba. La vida parecía en aquella calle la de
cualquier pueblo, alejada de la ciudad y del tráfico que recorría Paseo
Maragall, en ambas direcciones. Pasaban
semanas, a veces meses, sin ir a casa de tío Evaristo , pero cuando una mañana
de domingo llegábamos hasta la puerta de su casa y llamábamos el sol relucía
sobre las copas de las acacias con la misma fuerza que ahora, en esta lejana ciudad del sur. Poco me fijaba entonces en
esos detalles. Por eso me sorprende que aún quemen con tanta fuerza esos días, aquellas visitas tan amargas
siempre, y vea en su rostro la engañosa
luz que trabaja sin demora. Y aún así
al ver hoy estas acacias en la acera, frente a una casa con seto recortado y
muro de enredadera tan extraña y ajena a las construcciones de esta zona, he creído
que estas acacias me traían de nuevo hasta su puerta, y que él bajaba a
abrirnos, y entrábamos como la última vez, como si nada pudiera contra la vida.
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