Más allá del bosque de
Senés, y las últimas estribaciones de la sierra, siguiendo una carretera que desciende
hasta el corazón de las canteras de mármol, nos desviamos por una senda que serpenteaba
entre delgados almendros y olivos y pequeños chaparros hacia el interior, más oculto y resguardado. El paisaje de pequeños cerros pedregosos
custodiaba una suave hendidura de verdor que seguía el rastro de viejas aguas
subterráneas. Trozos de tierra que fue productiva en otra época, en falsas
terrazas, mostraban a los ojos toda su belleza, tan efímera como nosotros.
El sol sobre las raíces y las piedras dispersaba una luz limpia por los pequeños barrancos. Lo que podía alcanzar a ver era ese extraño paisaje
de rocas cubiertas de vegetación, y algunas casas dispersas, aquí y allá, que
sin orden ocupaban los terrenos dulces, o se levantaban sobre la misma
roca, aprovechando la orografía, el escarpado de la roca natural que asoma a
veces.
Y nada amenazaba esa
calma que se siente cuando estás lejos, cuando queda atrás, como desaparecida, la
ciudad. Chercos, un viejo pueblo asentando sobre las huellas de antiguos
poblados prehistóricos, mostraba a los visitantes, que llegaban hasta las
puertas de las casas, su renovado
cementerio. En esta mañana de mayo las nubes no necesitan acostarse sobre el
muro encalado, pasan ágiles como sueños sin consistencia. Nada
distrae el descanso de los que allí siguen en su lecho, nada interrumpe su último sueño.
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