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sábado, 18 de mayo de 2013

Chercos, el viejo cementerio.


Más allá del bosque de Senés, y las últimas estribaciones de la sierra, siguiendo una carretera que desciende hasta el corazón de las canteras de mármol, nos desviamos por una senda que serpenteaba entre delgados almendros y olivos y pequeños chaparros hacia el interior,  más oculto y resguardado.  El paisaje de pequeños cerros pedregosos custodiaba una suave hendidura de verdor que seguía el rastro de viejas aguas subterráneas. Trozos de tierra que fue productiva en otra época, en falsas terrazas, mostraban a los ojos toda su belleza, tan efímera como nosotros. El sol sobre las raíces y las piedras dispersaba una luz  limpia por los pequeños barrancos.  Lo que podía alcanzar a ver era ese extraño paisaje de rocas cubiertas de vegetación, y algunas casas dispersas, aquí y allá, que sin orden ocupaban los terrenos dulces, o se levantaban sobre la misma roca, aprovechando la orografía, el escarpado de la roca natural que asoma a veces.
Y nada amenazaba esa calma que se siente cuando estás lejos, cuando queda atrás, como desaparecida, la ciudad. Chercos, un viejo pueblo asentando sobre las huellas de antiguos poblados prehistóricos, mostraba a los visitantes, que llegaban hasta las puertas de las casas, su renovado cementerio. En esta mañana de mayo las nubes no necesitan acostarse sobre el muro encalado, pasan ágiles como sueños sin consistencia. Nada distrae el descanso de los que allí siguen en su lecho, nada interrumpe su último sueño.

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