Bajo aquel roble
antiguo, que cuarenta y seis años después aún sigue estando vivo e igual de viejo, giraba el mundo con la misma insistencia
que hoy lo hace. El centeno recién segado sigue en el mismo sitio, acostado en
unas gavillas sobre la tierra, una tierra cubierta de llamas que levanta el
aire en su incandescencia. La tortura del sol es insistente, se ensaña sobre las
pañoletas de colores que llevan las mujeres para cubrir el rostro y una piel
curtida que esconden para no sufrir más daño. El sol es un animal herido que grita
desesperadamente. Y tú , escondido entre las ramas que caen y rozan la tierra,
sentando en una piedra fría, mirando aquel horizonte que se inclina - donde apenas unos pájaros negros
sobrevuelan los campos- custodiando el
agua y el vino, repitiendo las palabras que en un rapto de valentía te ayudaban,
y aún te ayudan, a seguir creyendo en un no sé qué, tal vez en el milagro de
mirar, de mirar en el pasado, y sentir que algo de todo aquello sigue con vida.
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