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martes, 20 de diciembre de 2011

Mira los árboles, levanta tus ojos hasta donde llegan sus hojas, allí en lo alto el cielo acoge lo que nace en la tierra. No hace falta salir de la ciudad para encontrar una arboleda agradecida, un trozo de cielo acunando unas ramas. Incluso Madrid tiene sus árboles, y su otoño. Y esa luz crepuscular que acaricia un instante las casas, y las calles. Mira cómo también ella deja su belleza para aquellos que la necesitan. No sólo en la montaña, o en esos valles perdidos, tiene la luz confianza. En el lugar más insospechado crece la semilla, aquí mismo, en el hueco que el asfalto aún no ha amordazado. También tú puedes encontrar un motivo para levantar los ojos, para buscar el aire más puro.


martes, 13 de diciembre de 2011

El mal de Montano.

Vila-Matas es un narrador que teje los hilos de sus historias sabiendo que el lector es mucho más que un simple trofeo, una presa atrapada, inmovilizada, en la trama que la palabra va urdiendo.
Ni una fina rebaba sale de sus labios cuando la historia avanza y nos lleva de un lugar a otro. La elasticidad del verbo reduce la distancia entre una rama y el acantilado, una falla profunda que parecía insalvable. De la planicie de Chile a la libresca Nantes, de una Barcelona tan soñadora como las gentes que retrató aquel viejo fotógrafo de la Plaza Rovira, a una isla de las Azores, no habitada, poseída por la naturaleza. Y en cada uno de esos lugares el hallazgo que justifica la peregrinación, la pieza clave que encaja en el puzzle de la historia.
Su palabra tiene una música de tonos medios, ajustados, equilibrados, como un prisma abierto que deja pasar la luz, pero sólo la que requiere el tempo de la narración. Su inteligencia es el abrigo que necesita la historia para que llegue a ser humana, humanamente creíble, algo que a la postre la hace más real que la realidad misma.
Y todo ello dejando entrever los fondos donde se cobija el fervor, un fervor semioculto, hostigado por el escepticismo de nuestra mirada ya resabiada, que desoye los cantos.
Vila-Matas, es el creador atrapado en las redes de la literatura, en esas redes que él hace suyas y en las que es un buen enfermo, aquel que paradójicamente solo puede salvarse con su propio veneno, con el antídoto de la escritura.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Sin techo, y sin luz, el otoño va dejándonos desprotegidos, huérfanos. La rama del jazmín culebrea seca, casi muerta, como un caído estandarte después de la batalla. Ya pocos sueños cobijará este techo que ayer alegraba las noches de verano, cuando una mano arreglaba los tallos, podaba con cuidado las puntas viejas, ataba parejo los troncos conduciendo la planta hacia un lugar donde poder dejar sus brotes cada primavera.
La amistad es como una planta. Crece libremente y nos ampara. Bajo su techo hay una luz nueva que deshace algunas incertidumbres, y limpia los días. Esa luz queda desnuda, y sin embargo soporta el frío, los golpes que recibe. Nadie sabe cuánto resistirá, durante cuánto tiempo. Pero esa planta necesita cuidados.


jueves, 8 de diciembre de 2011

No creo que sufra el Mal de Montano. Mi memoria es pobre como los frutos que crecen en la sombra o en una tierra baldía. Por eso no sufro, no tengo obsesiones que deriven hacia esta o aquella cita de un libro elegido. Creo que el destino reparte vicios y virtudes, enfermedades y belleza con un algoritmo que desconozco. Y sin embargo, a veces, responde a criterios no muy injustos. Al menos, eso pienso cuando las cosas no van mal del todo. Pero sí creo que padezco otro mal. No sé cómo llamarlo. El mal de los Secos. Pobre nombre para esta dolencia que lentamente va deshaciendo la estima que uno tiene de lo divino, la esperanza que termina convirtiéndose en decepción, y en fracaso, cuando pasan los días y nada ni nadie acude para ayudarnos a salir del silencio, una llaga que crece en los labios y se extiende por el cuerpo. El silencio que nos consume y nos angosta como si fuéramos ramas que viven de espaldas, llenas de frío, o  ramas sedientas, sin el alimento necesario para dejar que crezca algún fruto. Aunque su carne sólo pueda ser áspera y desabrida.      

sábado, 3 de diciembre de 2011

Como finalmente no salió mi reseña sobre la exposición de Luis Cañadas en la prensa local, al menos que quede constancia de mi admiración por el artista en este blog.


Luis Cañadas. Más que un pintor.

La vida para un artista en la España de posguerra no tuvo que ser ni muy grata ni  muy glamurosa, sobre todo para aquellos que como Luis Cañadas llegaron a Madrid con poco más que sueños en el equipaje. Sin el amparo de una familia pudiente, sin apenas galerías de arte ni coleccionismo en un país famélico y pobre, y sin un Estado que amparara o promocionara a los artistas, ni siquiera a los que ideológicamente comulgaban con el régimen, menos aún a  alguien educado desde muy joven en los valores progresistas y de izquierdas, Luis Cañadas fue encontrando sin embargo un lugar en ese Madrid artístico, convirtiendo el sueño de la pintura en algo real, y en un modo de vida.
            La obra del almeriense es la obra de un hombre en permanente lucha consigo mismo, con sus creencias y sus incertidumbres, y de esa lucha lo que a la postre ha brotado  es un profundo humanismo, el de alguien que se enfrenta al dilema del ser despreocupándose de las obligaciones del tener, un rasgo poco común que trasciende la concepción del arte actual, más preocupado por las ferias y los mercados, las cotizaciones y los premios de lo que sería deseable. Será este humanismo el que defina a  nuestro artista y lo haga un sujeto casi irrepetible.
Porque más allá de su condición de pintor, Cañadas es también un ejemplo de compromiso personal, un buen franciscano en este mundo del arte generalmente hostil y proclive a las vanidades, y el mejor maestro, el que ha sabido transmitir a los alumnos, además de la técnica necesaria, el anhelo, que tantas veces se echa en falta, de querer ser artista, sabiendo que para ello hay que asumir una disciplina de trabajo , de dedicación plena,  y una entrega sin demora ni reproches , aunque ello suponga  empeñar la vida. El hombre entregado a esa búsqueda, personal, propia, no entiende de coartadas, ni de engaños.  Por eso la obra de Cañadas guarda para sí una verdad que raras veces reconocemos en la noche de los fuegos de artificio del arte. No deslumbra, ni nos ciega, pero no se apaga, no se consume. Por algo será. Pueden ver en el claustro de la Escuela de Artes y Oficios una pequeña muestra de sus trabajos, óleos, témperas, tintas, o mosaicos, una oportunidad de contemplar la obra de uno de los artistas almerienses de la diáspora, que como la mayoría de sus viejos compañeros indalianos no ha tenido de su lado la suerte, y mucho menos el reconocimiento de las instituciones que debieran tutelar un patrimonio cultural y artístico que se dispersa cuando no se pierde en el olvido para terminar siendo sólo escombros y ruina. Lástima . Un homenaje, admirable, el de la Escuela, un recuerdo al maestro que ha defendido su vocación, contra vientos y mareas, a lo largo de toda una vida. Un ejemplo.